Contigo pan y cebolla, la
inconformidad como costumbre
Yo siempre digo que los cubanos somos un pueblo
castigado, porque, según El Viejo Testamento, los judíos perdieron la tierra
prometida por dudar de la palabra de Dios y mirar hacia atrás, por lo que estuvieron
40 años vagando por el desierto, pero nosotros los cubanos teníamos la tierra
prometida, el paraíso, antes de 1959, y lo perdimos hace ya 54 años.
Si para algo sirve
reponer obras de teatro escritas en Cuba, en los tempranos sesentas, sobre la Cuba
de antes de 1959, como Contigo pan y
cebolla (1964) –que es el caso
que me ocupa ahora– y El premio flaco (1966) –ambas de Héctor Quintero–, es que
el espectador cubano de hoy, cuando las está viendo, piensa en todo momento: “Y
eso que ustedes no saben que lo que viene va a ser mucho peor”, excepto en Santa Camila de La Habana Vieja, escrita y estrenada por José Ramón Brene en1962
–que por cierto debería ser montada
en Miami también tal cual–, la que, al ser repuesta en 1992, en el Teatro
Mella de La Habana, provocó aplausos atronadores del público cuando Camila,
ante las loas a la Revolución de una vecina, le responde: “Sí, escobita nueva
barre bien; deja que tú veas el hambre y la miseria que vendrán después”.
Contigo pan y cebolla,
repuesta ahora tan dignamente por Akuara Teatro bajo la dirección de Alberto
Sarraín, es el mejor ejemplo de esa “inconformidad como costumbre” que
caracterizó a la vida cubana de antes de 1959, por lo que el teatro que tan
bien la refleja debiera ser llamado “teatro costumbrista de la inconformidad”,
en vez de costumbrista a secas.
Me pregunto si no hubiera sido mejor adaptar la obra a
las circunstancias “post-libreta de desabastecimiento”, para ver a Lala, a
Anselmo y a Fefa quejarse de verdad cuando se les acabara la cuota de arroz y
de huevos, y sin leche, porque ya todos pasaron de los siete años, y con el
café mezclado con chícharo, sin hablar del C.D.R. vigilándolos y otras “minucias”
revolucionarias, ¡ah!, eso sí, el entierro de Fefa les hubiera salido gratis,
pero con la caja de plywood forrada
con fieltro negro y las coronas bien caras.
Al menos en esa época se podía comprar un refrigerador
nuevo y de calidad por solo 10 pesos mensuales, y poner teléfono en la casa, y
con los $110 del salario de Anselmo pagar todos los cursos de la hija y la
escuela de arte del hijo sin que nadie más trabajara en la casa, salario que
tampoco aumentó después del Holocastro, así que con la botella de aceite a $120
al inicio del período especial no sé que se hubieran hecho; ya sería otra obra
de teatro mucho más “liberal”.
En todo momento Lala se queja de todo, y paradójicamente,
cuando de verdad todo sí fue ya motivo de queja, los cubanos dejaron de ser tan
inconformes, y marcharon, marcharon –y
hasta se tuvieron que marchar–, comieron
menos y peor, y la compra del refrigerador fue solo por méritos laborales, en
feroz competencia con sus compañeros de trabajo.
Claro que ni el colectivo de actores de Akuara ni Alberto
Sarraín, el director de la puesta, tienen la culpa –como artistas–, de este karma cubano, y han logrado que la obra
reviva en Miami, recreando fielmente esa atmósfera de la vida cubana predebacle
que envuelve y signa a los protagonistas, sobre todo gracias a los excelentes
diseños de escenografía y vestuario de Luis Suárez que “arropan” tan bien la
puesta.
La Lala de Yvonne López Arenal es tan fresca y creíble
que tal parece que se trasladó en el tiempo; “vive” el personaje del ama de
casa cubana preholocastro como si ella misma lo fuera de verdad; Micheline
Calbert “es”, sin la menor duda, Fefa, con el tono, la intención, la comicidad
y el drama sazonados en su “punto” exacto; toda una lección magistral de actuación
en una obra costumbrista como esta, sin excesos ni vulgaridades.
Carlos Alberto Pérez, como Anselmo Prieto, también se
apropia del personaje y lo “vive” a la par de Lala-Yvonne, logrando su punto
culminante –a mi juicio– en la escena de su alegre borrachera,
cuando canta y baila, como buen cubano, para “celebrar” que no le dieron el
esperado aumento.
Las dos intervenciones de Fermina, interpretada por Mabel
Roch –en actuación especial–, tuvieron tal grado de verosimilitud que no parecía teatro, sino más bien un reality show de los de ahora. Mabel matizó
a la perfección su personaje de mujer ya madura pero bien conservada que anhela
un compañero aunque sea casado, pero que le canta las cuarenta a quien sea si la
sacan de quicio.
Los hijos de la pareja fueron interpretados también de
modo fresco y convincente por Liset Jiménez y Andy Barbosa, y Yoelvis Batista y
José Quesada, los cobradores del refrigerador y de las fotos
respectivamente, cumplieron con sus
fugaces papeles, sobre todo Yoelvis, al que le tocó ser “el malo de la
película”.
Sirva pues esta exitosa reposición para que los cubanos
reflexionemos sobre nuestra idiosincrasia, y en el exilio miamense valoremos
más lo que tenemos aquí, porque la abundancia es una bendición, y el quejoso e
inconforme “aquí nunca pasa” de Lala ya sabemos lo que nos trajo, así que esos
que te responden, cuando les preguntan “¿cómo están?”: “Aquí, en la misma m…”,
que lo piensen dos veces, porque a las Lalas y a los Ansemos reales vaya que sí
les pasó, y demasiado.
Baltasar Santiago Martín
Fundación
APOGEO para el arte público
Miami, 30 de marzo del 2013