Foto: Iván Cañas. Carlos Alberto Pérez e Yvonne López Arenal.
Gaviotas habaneras es el ultimo espectáculo del grupo Akuara Teatro en su sede del Bird Road Art District, en Miami; una reposición que conmemora con justicia el primer aniversario de la compañía, más aún que si fuera un estreno absoluto; porque se trata sobre todo de teatro del teatro, no sólo el inside sino su recreación total. Las puestas y guiones de la actriz Yvonne López Arenal resuman complejidad, y reclaman un público elegante y entrenado, exigente; esta vez no fue la excepción sino casi el epítome, incluyendo intertextos y collages que hacen las delicias de cualquier entendido. En general, y como ya es habitual, la puesta propone tres niveles interpretativos; que para su suerte se superponen con gracia y equilibrio, en una especie de Nuevo ingenio mecánico intelectual.
Gaviotas habaneras se monta sobre un discurso incluso testimonial, que también para su suerte se resuelve en la primera mitad de la obra; porque lo mayor de este ingenio no está en la legitimidad innegable de su discurso sino en su retórica, la puesta misma que lo justifica. El discurso relata la tragedia del arte cubano en general, representada en la realización personal de los artistas; hábilmente imbricada a la de la nación y su cultura, marcada por los bandazos de la emigración. Entre los aciertos de esta visión podría resaltarse su concentración en el drama y no en el avatar político; recurriendo incluso a una recreación en metáforas, que insiste en reconocer el ascendiente afrorreligioso de nuestro perfil. Otro acierto es haberlo logrado sin el clishé folclórico, por su énfasis en el sentido antropológico pero sobre todo estético; base sobre la que se prepara el drama real, como para ir señalando por dónde van los tiros y no se pierda la perspectiva.
Por alguna razón, la dramaturgia de Arenal se apega a cánones clásicos, que explotan sus múltiples recursos teatrales con frescura; ya desde la típica posesión que inmiscuye a los dioses como fuerza telúrica en la vida de los hombres, pero en su más profundo sentido metafísico y no anecdótico ni casual. La obra no transcurre en terminos de farsa, pero recurre de continuo a pequeños esperpentos que la agilizan y le sirven de oportuno resumen; con momentos sencillamente sublimes, como la recreación del drama en escena por los echus [eleguas] en función de diablitos. También en ese sentido de suprema sublimidad estaría la apoteosis final, que es un homenaje al costumbrismo legendario del teatro Alhambra; justificado además por el contrapunteo in crescendo y constante entre el arte clásico o cultivado y el popular, resuelto como debate en sus propias referencias intertextuales.
En este ingenio maravilloso se echa de menos la utilería en función escenográfica y a niveles de saturación; que siendo habitual a la producción de Alba Borrego bien podía ser ya el sello distintivo de Akuara. La escenografía y utilería es en cambio minimalista y funcional en extremo, dejando de lado las posibilidades de una buena tramoya a juego con la complejidad dramática; aunque, como es de esperarse, el diseño de luces de Mario García Joya se va en el vacío, como un espacio propicio en que desplegar todo su poder y belleza. Esta obra es particularmente generosa con el protagonista masculino, y por consiguiente con el actor a cargo; un Carlos Alberto Pérez increíblemente sereno y espectacular, gracias a la estructura misma del personaje, que además explota sus muchísimos recursos escénicos. Christian Ocón y Miriam Bermúdez tienen papeles incidentales y mayormente como comodines, pero les sacan el jugo; logran lucirse como una suerte de chambelanes escénicos, sobre todo en la pequeña comedia como diablitos o eleguases.